Se habla mucho de nosotros. De todos aquellos que un día nos fuimos para hilvanar nuestras vidas. De los que partimos para no hipotecar nuestro futuro y evitar así dejarlo en manos de una quinta casposa que ha usado a la juventud para lucrarse y bloquear las trayectorias profesionales de la generación más preparada de la historia de nuestro país.

Que no, gente, que no. Que la culpa no es exclusiva de las víboras que ocupan escaños, ni de los magnates del ladrillo, ni de los usureros chupasangres con corbata hasta la nuez. Que esto viene de largo y los portazos también nos los han dado personas de esferas menos altivas que ahora están igual de jodidas.

Ahí se dejen todos ellos los dedos en el marco.

Nos llaman exiliados de la crisis y cerebros fugados; valientes, buscavidas y trotamundos. Cuánta razón. Cuánta soledad.

Porque nosotros, los expatriados, somos los que paseamos por los cinco continentes este españolismo contaminado. Desde hace tiempo, en el extranjero apenas se habla de jamón, fútbol, toros y ciudades mágicas. De las joyas de un país ahora expoliado y pestilente gracias al hedor de tanto bastardo junto.

En la actualidad, los temas giran en torno a ‘la cosa’, a ese monstruo llamado corrupción, a la pasividad de una nación sin oxígeno con familias enteras pasando semanas, meses y años eternos al sol. Cuánta pena.

Y somos nosotros los que damos la cara en el exterior; de gratis, por supuesto. Los que intentamos minimizar daños de la manera más justa posible y sin olvidar a los desamparados de una sociedad que depende de los mayores incompetentes que hay sobre la tierra. Ahora más que nunca nos hemos convertido en los embajadores de la vergüenza; en portavoces de uno de los sinsetidos más dolorosos de la historia de España.

Y mientras apuro los argumentos para convencer a los que nos ven desde fuera de que todavía valemos la pena como sociedad, me desayuno a un Rajoy con la misma cara de pan de siempre. Y dan ganas de llorar cuando sigue soltando tanta basura sin que se le tuerza la barba. Me pregunto cuánto tardará este cobarde en darse cuenta que el pozo del ridículo ya hace que tiempo que rebosó. Cuesta trabajo no atragantarse.

Pero lo que más me intriga es saber qué más hace falta para que la sociedad se levante de verdad y le dé un par de sopapos a este pringao con orejas de soplillo y a sus secuaces; a los de la flor en el puño, a esa izquierda que dice estar unida, a los sindicatos… a todos en definitiva. Por favor, ¿qué más hace falta? ¿Acaso no es suficiente todo esto? ¿No se han cachondeado suficientemente de nosotros?

Y muchos pensarán que los que nos hemos ido no tenemos por qué pedir una revolución en la lejanía. Que desde la distancia es muy fácil instar a que otros actúen. De ninguna manera. Lejos de nuestra casa las cosas son igual de duras, pero con el agravante del idioma, los papeles, los malabarismos para sobrevivir lejos de los tuyos, un empezar de cero en un lugar donde no eres más que un extraño, un inmigrante, otro número en el consulado. Y eso nos da el derecho y la obligación a no quedarnos callados. Porque encima de habernos visto obligados a marcharnos, también sufrimos el drama de familiares y amigos; porque cuando se acaba una conversación por Skype, la impotencia es mayúscula. Aquí todos estamos en el mismo barco a la deriva.

Y me acuerdo de lo que me dijo un chavea turco hace un par de semanas: “No me entiendas mal, pero creo que en países como España, la gente no es trabajadora, por eso tenéis tantos problemas”.

Doy gracias a que me sonara el teléfono cuando me correspondía la réplica, porque la diplomacia de este embajador de la vergüenza habría llegado a su límite y quién sabe qué hubiera salido de esta boca sin filtros. Desaparecí de la escena indignado, pero con el paso de las horas me di cuenta que el chico tenía algo de razón.

Me niego a reconocer que el español no es trabajador, porque eso no es así, pero sí digo sin complejos que el español es pasivo.

Tragamos comida para pollos con embudo y protestamos con la boca chica. No nos mojamos y con nuestra indiferencia alimentamos a los que viven del cuento. Sigamos así. Más fútbol, por favor; más Gran Hermano y la madre que los parió; más estupideces para paliar la situación, que de ésta salimos desde el sofá, hacerme caso.

Ahora, los pocos que se interesan por la situación en España me preguntan por qué no hay un levantamiento popular. La verdad es que me quedo sin respuestas y apelo al “seguro que se está cociendo algo”, porque todavía no concibo el tirar piedras contra nuestro propio tejado, contra unas esperanzas que quiero creer vivas. Porque mi relativo grado de optimismo me dice que no soy el único que cree que es necesario un cambio generacional bien articulado, nacido de la honestidad y las ganas de hacer las cosas bien.

Es entonces cuando miro a cada lado, y al comprobar que nadie me ve, agarro escoba y recogedor para limpiar los trozos de mi cara hecha añicos y esparcidos por el suelo. Vergüenza.

http://www.youtube.com/watch?v=t36CC9eNuVc