Es jueves, mediodía en Venice Beach. Desde hace cerca de una hora, ‘El Pájaro’ surca un cielo despejado y sosegado, coloreado por un azul que inspira una tranquilidad envidiable desde aquí abajo. Da vueltas, el sonido de sus hélices se mezcla con el de las sirenas, con el de los perros de mis vecinos que mediante aullidos intentan imitar al unísono la melodía de la fatalidad, de la exageración o de la exacerbación. Quién sabe, porque en esta tierra de oportunidades todo puede pasar. Todo vale en el nombre de la ley y las consecuencias van desde lo más trágico a lo más ridículo. No hay término medio. 

Me pregunto qué habrá sucedido esta vez con semejante ajetereo que entra por mi ventana, desde lejos y movido por el soplo de un viento que va en aumento. Alguna persecucción policial, algún accidente quizás, un robo, un altercado entre ciudadanos, puede que una huída tras un atropello, incluso un tiroteo mortal. Qué habrá pasado cuando todas estas posibilidades han sido parte del día a día de esta localidad californiana en el último mes y medio. La presencia de ‘El Pájaro’ me inquieta. Se trata de la cuarta vez que sale desde el martes por la noche, cuando el vino en exceso no fue capaz de nublarnos la vista ni a mí ni a los colegas que me acompañaban. 

Vimos con nitidez unas piernas en reposo y rodeadas por paramédicos y policías. Las extremidades descansaban a dos pasos de la puerta del local en el que pretendíamos continuar aquella jornada de cena improvisada y Dios dirá. ‘El Pájaro’ alumbraba con potentes focos la zona mientras volaba en cículos, pendiente de lo que ocurría en una calzada teñida de sangre. Los coches de bomberos, de policías y las ambulancias seguían llegando en un despliegue muy potente. Aunque desconcíamos qué había sucedido exactamente, estaba claro que se trataba de algo grave. Nos desalojaron y al pedir explicaciones a un agente, éste nos confirmó que se había producido un tiroteo. 

 – ¿Alguna víctima? –  le pregunté

– No puedo decirte nada más – afirmó mientras nos invitaba doblar la esquina, a desaparecer. 

Pocas horas después trascendió que sobre las 11.30 pm de aquella noche un agente de la Policía de Los Angeles había disparado a un sin hogar tras un forcejeo. Falleció un joven de 29 años de edad y uno de los policías acabó con rasguños en la rodilla. Según la portavoz de las fuerzas de seguridad, no hubo indicios de que la víctima portara un arma. 

Y así, en un abrir y cerrar de ojos, un corazón dejó de bombear y unos pulmones se desinflaron de manera abrupta. Todo por el exceso de la fuerza, por la paranoia de una sociedad que dice vivir en libertad pero se despierta cada mañana con miedo. Un miedo oculto en la burbuja del éxito y el consumismo, de la placidez del día a día en un lugar envidiable. Un miedo nacido del sálvese quien pueda y que llevó al agente a apretar el gatillo en una acción desmedida ante una situación de amenaza. El temor de lo imprevisible en un país en el que no existe la capacidad de improvisación y donde el control es imperativo; en el que sus instituciones miran para otro lado cuando hay que hablar de políticas sociales. Según los reportes, la víctima tenía problemas con las drogas y el alcohol. Llevaba 12 horas bebiendo, tal y como indicó a los medios uno de los testigos que le conocían, el mismo que le describió como un tipo muy cariñoso al que a veces se le soltaba la lengua cuando empinaba el codo. 

A pocos metros de la escena se encuentra el Venice Boardwalk, allí residen cientos de personas sin hogar. La luz del sol muestra una estampa de turistas y locales que pasean y observan a cada orilla a artesanos y músicos, a artistas y a algún que otro vividor. Entre sus habitantes también hay una variedad de adictos a las drogas y al alcohol, otros con serios trastornos mentales crónicos, también muchos que han decidido adoptar esa forma de vida marcada por la austeridad, y los arruinados, los desesperanzados, los limitados físicamente… En definitiva, en esa zona, como en otras repartidas en Los Ángeles residen muchas personas abandonadas a su suerte. Las noches evidencian el panorama más aún si cabe. En este racimo de diferentes personalidades nos encontramos con muchos que necesitan tratamiento médico, algo que se antoja imposible por la inexplicable especulación del servicio sanitario estadounidense. Quizás por eso la mayoría de ellos están solos y al cobijo de la humedad de un Océano Pacífico que muestra su severidad a pocos metros. Dejados de lado por familiares que nunca pudieron costear un remedio contra la enfermedad mental o parálisis física, quizás perdieron la paciencia al lidiar con estas circunstancias  de una manera continua. Ahora viven al desamparo de seguros médicos, de hopitales y del país en general. Cuánta inmoralidad.  

Hace dos meses, otro agente tuvo que apretar el gatillo en ‘Skid Row’, una calle localizada en el Downtown de Los Ángeles en la que acampan miles de personas sin hogar. Según la versión oficial, uno de los residentes, con problemas mentales, le quitó el arma al policía. De ahí el fatal desenlace. Y el negro que falleció en Ferguson, y el de Baltimore, y los cinco más que han muerto desde el martes en todo EEUU, y las 407 personas que lo han hecho en lo que llevamos de 2015 (datos de killedbypolice.com). Suma y sigue. Y en lugar de atajar el problema de raíz, en vez de profundizar sobre las causas de estas fatalidades, las instituciones permanecen optando por la vía rápida, por la que crea más iras, la que levanta más ampollas y genera más violencia; por la que acaba con más vidas. 

Mientras siga habiendo acceso fácil a las armas en un país donde la demencia está a la orden del día (el 25 por ciento de los que viven en las calles de Los Ángeles están incluídos en este grupo) , mientras sean tantas las trabas y dificultades para tratar a los pacientes con enfermedades mentales, hasta que no hayan centros públicos capaces de controlar a una población desquiciada, más seguridad social, más facilidades para los que menos tienen, menos especulación médica, menos poder sin contemplaciones de las autoridades y hasta una alimentación más sana que llegue a las comunidades menos pudientes que malviven con el fast-food por bandera porque no tienen con qué llenarse los bolsillos. Hasta que los veteranos de guerras absurdas no reciban una contrapartida después de haber sido engañados… en definitiva, hace falta más implicación, mejor educación, políticas más sociales y un cambio absoluto en una nación que se niega a mirar en profundidad.

Mientras tanto, los desamparados seguirán estando desamparados, las autoridades no sabrán cómo lidiar con ellos y siempre habrá un peligro potencial en las calles. ‘Él Pájaro’ ya no sobrevuela el cielo angelino. Las sirenas se han difuminado con el sonido del viento. Dicen que hoy va a llover. ¿Dónde veré el partido de los playoffs de la NBA? Tengo que echarle caldo al coche sin falta mañana por la mañana. Necesito leche y cereales para el desayuno. Son las 7.30 pm, ‘El Pájaro’ sale de nuevo. Vuelven las sirenas lejanas. ¿Qué habrá pasado? Ya está lloviendo. Me planteo mirar por la ventana;  pero para qué, si tanto aquí como allí lo que se estila es mirar hacia otro lado.  

En fin…