Un trocito de tierra, un puñao de arte. Generoso y elegante. Tomatito pasao por aceite y en pan recién hecho. Jamón ibérico de bellota en lo alto. Se puede ser uno de los mejores guitarristas flamencos de todos los tiempos y no parecerlo. Es posible subir al escenario, que las motas de polvo bailen por alegrías alrededor de tu rostro iluminado y que la extensión a tu cuerpo deje atónito a un público entregado que te come a bocaos. Pero aquí no pasa nada. Ante todo, humildad.

Que estamos muy lejos de casa. Que en la distancia sienta de maravilla la visita del duende personificado en una leyenda modesta y de su hijo al toque, un torbellino al baile, una percusión perspicaz y dos voces con licencia para el desgarre. Un puñao arte, un trocito tierra y pa casa con una sonrisa de oreja a oreja.

Tomatito se subió al escenario de un Wilshire Ebell Theatre de Los Ángeles a reventar para regalarnos un ratillo de pelos de punta y olés varios desde la platea. Asentado en la élite del flamenco de antes y de ahora, el ganador de cinco premios Grammy nos apuntó con su guitarra audaz y sentida, eliminó el espacio entre el artista y el espectador y se metió en nuestra piel mientras sus dedos se deslizaban con destreza por el mástil. Que son ya más de 45 años los que lleva derramando arte, desde antes incluso de seducir a Paco de Lucía y a un Camarón de la Isla que se lo llevó de gira cuando Tomatito aún era menor de edad. Los dos estuvieron presentes en el teatro, en el recuerdo.

La Leyenda del Tiempo, esa transición entre el flamenco purista y de amplificador, evocó el torrente irrepetible de un Camarón omnipresente. Antes, Tomatito extendió la mano al cielo para rememorar a su mentor, Paco. Y durante y después, los quejíos de Morenito de Illora no precisaron ni siquiera de micrófono después de que un imprevisto técnico le obligara a hinchar la vena. Llenó la sala con holgura.

El cante valiente y festero en ocasiones de Kiki Cortiñas conmovió hasta a las columnas del teatro e Israel Suárez “Piraña”, “porque se lo come todo”, según Tomatito, sacudió el cajón con maestría y en una sincronía mágica con los palmeros. Cuánta estética en la composición de las palmas sordas con el roce de la caja y los platillos. Cuánto pellizco en los redobles con el hilo melódico de las notas de Tomatito.

 

Y luego el bailaor, José Maya. Qué callaíto estuvo durante el recital y qué pronto se le secó el pelo justo antes del cierre, cuando dio rienda suelta a su poderío. Las maneras de este madrileño residente en París prometían desde la entrada, cuando primero con los pitos y luego con el taconeo se impregnó de flamenco. Fue pa quitarse la chaqueta y partirse la camisa. Y José el del Tomate, el único varón de los seis hijos del guitarrista y el orgullo de un padre al que se le caía la baba cada vez que le miraba mientras le acompañaba al toque.

Cuando a Tomatito se le pierde la mirada ensimismado por su propio talento, cuando además de disfrutar de sí mismo también lo hace de sus acompañantes, cuando esboza esa media sonrisa que indica que la cosa está fluyendo, es cuando se hace inevitable rememorar los tiempos en los que se juntó con Camarón durante 18 años. Gracias al Festival Internacional de Flamenco de Los Ángeles vibramos con un trocito de nuestra tierra y un puñao grande de arte. Elegante y generoso. Identidad nuestra que va más allá de los clichés, mucho más, porque la genialidad habla un idioma universal y Tomatito nos lo trasmitió con agudeza, con el ingenio de un virtuoso con los pies en la tierra.