Lo de Donald Trump y los que formamos parte del mundo desarrollado fue un idilio propio del siglo XXI. El próximo presidente de Estados Unidos nos enamoró sin que nos diésemos cuenta, entró en nuestras vidas de manera antipática, por la vía de la peculiaridad, de lo cómico, de lo extravagante y acabó seduciéndonos ciegamente. Nos puso cachondos y permitimos que nos agarrara el sexo, porque eso es lo que hace la gente con poder: palpar un ‘pussy’ y luego, ya si eso, entablar una conversación. ¿O qué?

Cada like que le regalamos, cada share, cada click y cada retuit fue una muestra de amor bizarro, de deseo infatigable, de morbo prohibido. Entre el afán crítico y un sentido del humor inocente, nuestro intelecto fue virando de lo jocoso y burlesco a un temor a regañadientes. Vimos al fantoche desde todos los ángulos posibles y nos reímos a carcajadas mientras compartíamos y apuntábamos con el dedo el patetismo de la ignorancia.

Claro, que sin querer estábamos abriendo las piernas de par en par. Fuimos inconscientes y durante 18 meses largos meses, le pusimos en bandeja nuestro corazón, nuestro interés y lo más importante de todo, le cedimos nuestro tiempo.

Los comicios no sólo se llevaron a cabo el martes en EEUU, sino durante el último año y medio en todo el mundo desarrollado. En ese tiempo le dimos color a la porcelana más insulsa que jamás se haya visto en las esferas políticas. De repente confundimos telerrealidad y campaña electoral, y nuestra curiosidad se convirtió en tendencia. Alimentamos al monstruo, al genio del impacto y de las palabras tan envueltas en papel de oro como llenas carbón; le dimos razones de sobra a los medios de comunicación para satisfacernos con altas dosis diarias de Trumpismo. La porcelana se cayó al suelo en varias ocasiones, pero nunca se rompió, todo lo contrario, se fortaleció.

La relación no podía ser más perfecta. Con ese contrato no escrito creímos que ganábamos todos. El personaje se creció ante sus adeptos, los medios seleccionaron (caricaturizaron y sensacionalizaron) sus barbaridades y nosotros fuimos los usuarios que las consumimos quitándole hierro al asunto; pasándolo bien con ese sentido medio crítico-escéptico, medio inverosímil, siempre en tierra de nadie ante una incredulidad que fue de más a menos. El tipo nos enamoró porque domina a la perfección las artes del coqueteo mediático. Se le odió y se le adoró con un amor promiscuo, vicioso.

Y así, nuestra pleitesía le hizo grande y amplificó su discurso. Todos hemos contribuido a que su voz haya trascendido más de lo necesario. Le ayudamos a tocar la fibra a un sector amplio de una población con ganas de cambio que ve en él a un hombre de negocios que potenciará las economías locales; con quien se identifican por ser un nuevo político, tangible, rompedor con el ‘poder’ establecido. Muchos le votaron a ciegas por ser republicano, otros se dejaron llevar por su mensaje en contra de la inmigración, por sus políticas restrictivas, esas que ‘evitarán’ entradas masivas de ilegales, ‘permitirán’ deportaciones o ‘acabarán’ con el riesgo del terrorismo islámico. Incluso los hay que confiaron en él porque sienten que los demócratas estaban dejándose llevar demasiado hacia la izquierda.

Trump supo tocar varios sexos insatisfechos y se ganó a todos con un lenguaje de calle, con un vocabulario limitado y lleno de adjetivos gastados. Dijo lo que gran parte de la población quiso escuchar, y nosotros, presos de ese cariño cibernético, hambrientos de un contenido diferente, se lo permitimos, edulcoramos su ego. Ahora nos toca hacer la digestión durante cuatro años. Se acabó la broma.

Lo verdaderamente llamativo va más allá de la adicción que hemos mostrado a las estupideces de Trump, lo preocupante es que sus votantes fueron capaces de perdonarle su misoginia, su racismo, su prepotencia, su ignorancia, sus desfalcos, su incompetencia, sus incongruencias, sus mentiras, su incapacidad, su narcisismo, su sinsentido. A Clinton, sin embargo, no le perdonaron ni la tos.

La sociedad estadounidense demostró no estar preparada para elegir a una mujer como presidente, a una candidata que derrapó con el asunto de los emails y a la que se le crucificó por ello. Tanta permisividad con el varón y tan arduo castigo a la hembra me dejó la sensación de que Clinton fue víctima de su género, y la convicción de que EEUU está lejos del concepto de esa América que pretende ser ‘Great… Again’.

Grotesque again.