Me bastaron tres horas para conocer los encantos de la población camboyana, fue durante el trayecto en coche desde Siem Reap a Battambang. Acababa de aterrizar en la ciudad de los templos empedrados y epicentro turístico de Camboya, pero mi estancia sería testimonial. En el aeropuerto me esperaba Moni con un cartel que llevaba mi nombre escrito. Su misión era la de trasladarme sano y salvo a mi destino, aunque pronto se dio cuenta de que su cometido tendría un añadido: clases de camboyano básico.

Su cuatro por ciento de conocimiento de inglés sumado a gesticulaciones, una paciencia como la extensión de Angkor Wat y una noble sonrisa abierta que se tornó en descojone siempre que balbuceaba su lengua ancestral, fueron suficientes para que de aquel coche saliera diciendo ‘hola’, ‘gracias’ y ‘por favor’ en camboyano. Su orgullo de profesor al volante entre un mar de arrozales apareció cada vez que, al duodécimo intento, alguna de mis torpes pronunciaciones atinaba con la fonética y el significado que Moni me exponía. ‘Lo oool’, escribí en mi libreta cuando su pulgar se erigió y su sonrisa se acentuó. ‘Muy bien’.

La buena disposición de Moni, su excelente humor, su esfuerzo por complacer a un extranjero más perdido que un oso polar en Barbate y su bondad, no sólo fueron su carta de presentación personal, sino la de una nación amputada que todavía se recupera de los años sombríos de los jemeres rojos y de un genocidio que fulminó a una generación casi al completo.

A día de hoy, la sonrisa camboyana es infinitamente más efusiva que las de los ciudadanos de otras naciones más acomodadas. Y eso que los estragos de aquella época están muy presentes.

Entre 1.5 y tres millones de personas fueron asesinadas en cuatro años – 1975 y 1979 – lo que equivale a alrededor de un 25 por ciento de la población. Trabajos forzados, torturas y cientos de miles de familias desplazadas a distintos campos de refugiados fueron algunos de los efectos más notorios del régimen de Pol Pot, quien optó por radicalizar el maoísmo e ir marcha atrás en la civilización urbana. Los jemeres rojos acabaron con todo atisbo de industrialización para volver a una dinámica agraria arcaica y así ellos mismos hacer una revolución industrial propia y programada que nunca llegó. Por el camino optaron por acabar con intelectuales, médicos y todo profesional de cualquier sector que se encargara de tirar del carro de la sociedad. Pretendieron y lograron que su gente siguiera adelante sin necesidades básicas, sin medicinas, con miedo, sin extremidades y con fricción. Los demás formaron parte de una de las 20,000 fosas comunes que se encontraron tras la guerra.

38 años más tarde, los resultados saltan a la vista. Las minas antipersona y la eliminación de la aplicación de la vacuna de la polio siguen causando estragos en la población. No hace falta ser demasiado explícito para explicar que sin extremidades y en la pobreza, el día a día de millones de familias es una cuesta inevitable.

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Me despedí de Moni cuando llegamos a mi destino y saludé a Juan, un voluntario español de 26 años de edad que durante los siguientes cuatro días me enseñó, me explicó y me inspiró. Si la población camboyana está superando esa inevitable cuesta diaria es sin duda gracias a la ayuda de personas e instituciones extranjeras que desde los años ochenta y noventa se han solidarizado con la causa. Me refiero a Denise Coghlan, quien me enseñó el Premio Nobel de la Paz de 1997 que logró junto a su equipo por formar parte de la campaña de lucha contra la proliferación de las minas antipersona y por su ayuda a las víctimas; o a Kike, un jesuita que pone por delante su compromiso social por encima de la religión, que ha sabido integrar el budismo – profesión mayoritaria – al catolicismo, y viceversa, y que ha sido capaz de crear una infraestructura solidaria que ofrece educación, cobijo, alimento, oportunidades laborales y ayudas de todo tipo a través de una red de voluntarios ejemplares.

En la agenda diaria de estos jóvenes, que en lugar de trabajar para bufetes de abogados o consultorías tras terminar la universidad prefirieren pasar un año y medio al servicio de los más necesitados, hay órdenes del día tales como:

  • Buscar una solución a un chico de 25 años postrado en una silla de ruedas por culpa de un accidente laboral mientras era explotado laboralmente en Tailandia.
  • Cuidar a una persona mayor que tiene una úlcera de diámetro exagerado en su espalda.
  • Lidiar con una pareja de ancianos víctimas de un accidente de moto – él se fracturó la tibia y el peroné, y ella tiene el mentón destrozado.
  • Monitorear el estado de un pueblo en el que se produjo un brote de VIH porque el curandero de turno decidió usar la misma jeringuilla en decenas de personas
  • Recoger a los niños del colegio – muchos ya tienen alguna pierna amputada por ayudar a sus padres a arar un campo infestado de minas, otros son huérfanos.
  •  Realizar estudios para sacarle el máximo provecho a las cosechas de arroz.

 

Y eso es lo que percibí en tan solo cuatro días. Es impresionante la capacidad de resolución que demuestran los voluntarios a diario en todos los ámbitos de su labor.

Para llevar a cabo sus funciones, lo fundamental es aprender el idioma. Los camboyanos pasan por tres fases en su relación con ellos: apertura inicial (son serviciales, sonrientes y cálidos de primeras); hermetismo cuando se requiere un análisis de sus necesidades (tardan en contar sus problemas individuales y familiares), apertura total cuando, con mucha paciencia y entendimiento, los voluntarios se ganan su confianza hablándoles en camboyano y ofreciendo soluciones palpables. Básicamente, en pocas semanas están obligados a inmiscuirse en la sociedad y ejecutar sus planes de acción.

Además de las labores altruistas, también hay locales comprometidos con la causa. Conocí a Srey Puth, una chica camboyana que habla inglés, español e italiano, que nació en un campo de refugiados bombardeado constantemente en los años ochenta y que ahora coordina un proyecto de educación en lugar de trabajar en el creciente sector turístico. Su liderazgo me pareció admirable, también su cultura y su candidez.

En cinco años ha gestionado la construcción de 16 colegios en pueblos remotos en los que ir a la escuela era impensable hasta entonces. Además de la logística, su labor incluye: conseguir profesores llegados de zonas más pobladas, asegurarse de que reciben incentivos – cuantificados en kilogramos de arroz – convencer a los padres para que en lugar de arar todo el día lo hagan a jornada parcial y monitorear que sus hijos están recibiendo una educación dentro de los estándares. Por ahora, la única manera de medir su impacto en estos pueblos es mediante el cariño que niños y mayores le muestran cada día. En el futuro, su pretensión es que las nuevas generaciones tengan una preparación similar a la suya y contribuyan a que el país salga del hoyo.

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Durante mi efímero paso por Camboya pude ver a una sociedad capacitada para romper con el pasado, a pesar de seguir lisiada, y concentrada en mirar al futuro con positivismo. Esta idea quedó personificada en una de las chicas que ayudan a Srey Puth. Perdió parte de una pierna tras pisar una mina y, con la esperanza de que le creciera, optó por no amputar hasta la altura de la rodilla. Hoy, con alrededor de 20 años de edad, se arrepiente de su decisión pero no lo hace desde el victimismo, sino con la expresión de aceptación en su rostro. Tanto ella como las personas que le acompañan saben que podría haber sido peor.

Es precisamente esa aceptación la base de la reconciliación de una Camboya que ha sabido perdonarse a sí misma y que prefiere no mirar hacia atrás, porque todo lo que traiga el futuro siempre será mejor.

Todo esto queda reflejado en la mirada camboyana, profunda por las circunstancias y esperanzadora. Risueña.